jueves, 10 de octubre de 2019

La modelo de Sorolla

La modelo de Sorolla

«Se llama Consuelo Gómez. Es una mujer todavía tiesecilla, que anda rondando los cuatro veintes, muy de cerca. Recientemente, después de una vida igual, quieta y sin altibajos, ha conocido el ajetreo de la celebridad.


Le descubrió el Ateneo Marítimo, en su casa, en una de las pocas calles del Cabañal que aún conserva el ambiente de hace cincuenta años, con su adoquinado desigual, sus casas de planta baja, y sus callejones transversales estrechos, pretextos de pasillo para alinear de través más plantas bajas, algunas inverosímilmente pequeñas. La calle también tiene un nombre de solera que huele a algas y yodo. Travesía de la Marina

De allí la sacaron para el homenaje a Sorolla: los periódicos, la radio, la TV...Y ella no se inmuto ni ante las cámaras, ni frente a reporteros. Siguió su vida igual, en la casita baja que ahora tiene nevera y cocina de gas, pero que aún conserva los muebles de cuando casó la Lucía, allá por quien sabe cuando.      
-Yo soy ya vieja. Veo poco, pero aún puedo coser y hacer las faenas de la casa. Todavía no soy una inútil. Y he trabajado toda mi vida.


Pescadora valenciana. 1916

Óleo. 37 x 46

Colección privada

Por la calle todavía pasan los últimos ejemplares de esos oficios que como decía Larra, “son modos de vivir que no dan para vivir”. El afilador, el hombre del burro: “¡confitura negra!, ¡Arrop y tallaetes!”; que de vez en cuando ambientaban con el pregón el trozo de Cabañal inmóvil. Por esta calle el tiempo ha pasado más lentamente que por otras.

-Me acuerdo de don Joaquin, y de su señora; sí; él era un hombre con barba, de gesto fosco, de hablar malhumorado, pero buena persona. A mi me conoció cuando iba a venderle pescado fresco de la playa a su señora, y la priomera vez que me pinto fué así. La señora estaba de pie y yo agachada, pesando unos “mollets”. Me dio una peseta y un caramelo y después vi el retrato: estábamos las dos muy bien, era un cuadro pequeñito que después estaba colgado en el recibidor.

Consuelo Gómez, la tía Consuelo, sabe que su figura, inmortalizada por Sorolla tres veces, ha merecido también esa inmortalidad, no se sí más duradera, de la reproducción de un sello de correos. Lo tiene y me lo enseña.

-Aquí tenia once años, y ese traje me lo dio otra señora que veraneaba en el Cabañal, porque a una hija suya se le quedó pequeño. Yo era muy espigada y bastante bonita; y cuando pintaba ese cuadro en el estudio, me tenía quieta tanto rato que al fin, no podía más. Entonces se daba cuenta y me decía: “Descansa, xiqueta”; y me daba un caramelo. El último dia de los cuatro que le costó hacer el retrato, estuve más de dos horas sin poderme mover. Cuando rebullía, me rugía: “¡Estate queta!”. Y con aquellas barbas y las cejas, me daba un miedo que me quedaba como una estatua.

La niña del sello, la niña del cuadro, es efectivamente espigada y bonita. Lleva una cestilla con pescado y tiene unos rasgos de esos que a Sorolla le gustaba pintar. Medio morunos, de trazo rotundo, piel atiesada, ojos oscuros...

-Ya no he vuelto a ver el cuadro. Me han dicho que esta en América. Hace bastantes años hubo en el Ayuntamiento una exposición de cuadros de don Joaquin y fuimos a verlos la Pepina, Dolores y yo, que las tres tenemos cuadros que él pintó, pero como ibamos con alpargatas, no nos dejaron entrar. Y eso que allí dentro había un cuadro de la Pepina.

La intransigencia pastoril no les permitió verse admiradas en aquellos lienzos con marco suntuoso que valen millones, y fueron pagados con unas pocas pesetas aún a quienes sirvieron de inspiración y modelo.

-A mí me daba dos pesetas cada vez que me pintaba. El cuadro del sello, me “valío” dos duros. Y mi madre me compró una falda de flores, y mi padre me trajo un pañuelo de “tomata i ou”, que me sentaba muy bien; ¡lo que yo presumí con aquel pañuelo!.

En la calle el guirigay atruena. Han dado suelta a los niños de una escuela vecina, y hasta la planta baja, con la puerta abierta, llegan sus gritos. Dos diablejos camineros irrumpen en ella.

-¡Iaia, iaia!

Y como niños del día, no se inmutan ante el extraño: uno pide agua, mientras tira la cartera en una silla, el otro se va al corral de donde coge unos juguetes.

-¿Voleu estar quets? ¿No veéu que ni ha visita?

No quieren ver nada, el bebedor de agua deja el vaso en el mismo borde de la mesa y se lanza a la calle tras su hermano, disputándole los indios de plástico.

-Yo no se como son ahora los chicos. En mi tiempo una visita de fuera nos dejaba callados y quietos como muertos. Ahora ni se preocupan. Ya no les enseñan urbanidad.

Si, tía Consuelo, que llamarla doña Consuelo, creo que será más irrespetuoso. En las escuelas de hoy ya no se enseña aquella asignatura, es cierto; pero los niños son así más naturales, más sinceros. Usted, por urbanidad, estaba horas ante la barba y los ojos de don “Juaquin”, mientras él pintaba y pintaba. Y luego aceptaba agradecida aquellas dos pesetas que usted pensaba que no había ganado, porque se las dieron por no hacer nada, por estarse quieta.

En la calle reina la tranquilidad; cada chico se ha ido a su casa, y la sobrina, que hijos no hubo, de

-Ha tenido muchas visitas, ¿sabe?. Se ha hecho celebre porque es la última modelo que queda viva de Sorolla. Pero a ella parece que no le da importancia. Como si no fuera nada con ella.

Y al mirar a la tía Consuelo, le sorprendo en los ojos una chispa de ironía riente, una mirada que desde la lejanía de los ochenta años, mira con un algo de burla divertida estas pequeñas vanidades, con la perspectiva de una larga vida que los reduce a todos, incluido don “Juaquin” a una dimensión, no se si real, pero me parece, me parece, que bastante justa».

La modelo de Sorolla

Vicente Mauri

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